EL VIAJE

 

    

            El coche se deslizaba a poca velocidad por la estrecha carretera bordeada de álamos. Atardecía y las sombras invadían casi totalmente la calzada. El sol, a lo lejos, se resistía a ponerse y lanzaba sus últimos rayos que, al traspasar el tupido techo que formaban las ramas de los árboles, dificultaban la visibilidad del conductor, obligándole a no perder de vista la línea blanca pintada en el asfalto, única referencia durante los tramos en que la luz provenía de enfrente y se hacía especialmente intensa.

                   El conductor apenas prestaba atención a la vocecilla que, desde el asiento de al lado, le indicaba el número y el color de los vehículos con los que se iban cruzando:

            —¡Otro verde!, ya llevamos siete verdes ¡Amarillo! Cinco amarillos ¡Rojo! ¡Uy!  Rojos es de los que más hay, llevo nueve. ¿Quedan más caramelos?.

            Mecánicamente, el conductor soltó una mano del volante y a tientas, sin perder de vista la carretera, tomó un caramelo de la consola del auto y lo depositó rápidamente sobre la falda de su única acompañante. La figura menuda lo desenvolvió y comenzó a morderlo. El hombre sintió dentera pero no dijo nada. Puso el intermitente para incorporarse a la Autovía y,  al cambiar de sentido,  el sol le quedó a la espalda, por lo que se sintió un poco más cómodo. Se retiró de los ojos las gafas oscuras y las colocó sobre la cabeza, donde quedaron semiocultas entre sus cabellos grises. De vez en cuando miraba de reojo hacia el asiento de al lado.

          —Esta carretera es mucho más grande ¿eh?, la oyó decir.

·              —Sí, y hay más coches, contestó. ¿También los vas a contar?

          —Si, pero ahora sin colores, que son muchos y me lío. ¿Vale?

          —Vale, pero no te acerques tanto a la ventanilla, que por eso no los vas a ver mejor.

          —Sí que los veo mejor, dijo resuelta,  y pegó la nariz al cristal.—¡Mira, van al mismo sitio que nosotros! Uno, dos... tres...

            El hombre se armó de paciencia y suspiró mientras calculaba el tiempo que faltaba para llegar a su destino... casi tres horas. La vocecilla seguía recitando los números: Cuarenta y ocho, cuarenta y¼ ¡No!, ése no, que es muy viejo... cuarenta y nueve, cincuenta...

             Hacía casi cuarenta años, cuando volvía de la escuela, él también se entretenía contando los vehículos que se encontraba a su paso. Claro que entonces, allá en su pueblo,  los medios de transporte se limitaban a unos pocos carros de bueyes o mulas, alguna camioneta y la moto con sidecar del Tío Valentín. También había bicicletas, pero no las contaba, como tampoco tenía en cuenta a los caballos, aunque llevasen jinete, ni a los burros, por muy cargados que fuesen. Sin embargo, los tres o cuatro autos de verdad que había en el pueblo, los de los ricos, los multiplicaba cada uno por cuatro, porque andaban cuatro veces más de prisa. Lo hacía en silencio aunque luego, cuando llegaba a casa, tenían que escucharle decir:

            —¡Hoy me he cruzado con nueve autos!

            —¿Cómo nueve?, preguntaba su madre,  temiendo algún suceso extraño.

            —Sí, porque el de Don Luis ha pasado dos veces

            —¡Ah! 

            Su madre no sabía sacar cuentas con lápiz y papel, pero mentalmente no tenía ninguna dificultad. Su madre era como casi todas las mujeres de entonces: carente de cultura pero llena de esa sabiduría práctica que les permitía sobrevivir y hasta transmitir seguridad.

            —Mamá, ¿somos pobres?, le había preguntado una vez con preocupación.

            A esa edad - no tendría más de cinco o seis años-, la ilusión es absoluta pero también lo es la inquietud. Ella lo sabía, aunque jamás hubiese oído hablar de psicología infantil.

            —No hijo, no somos pobres. Tenemos dinero, así que puedes estar   tranquilo. Y si me prometes no tocarlo ni decírselo a nadie, poco a poco te iré enseñando los lugares donde papá y yo lo guardamos. Lo tenemos escondido para que no se pierda, ni lo roben. ¡Ven!, y agarrándolo de la mano lo acercó a la alacena, de donde tomó un bote de loza que abrió lentamente para, rodeando la situación de misterio y complicidad, mostrarle el contenido: algunas monedas y un hermoso billete de banco.

            —Mañana te enseñaré otro escondite, no me gusta guardarlo todo junto. Ya sabes, los ladrones...

            Y durante varios días le fue mostrando rincones en los que, bien en un bolso, dentro de un cacharro  o en el fondo de un cajón, aparecía un billete. Unas veces arrugado, doblado en otras,  aunque siempre de diferente forma. Se convenció. No eran pobres, en casa había dinero y no tenía por qué preocuparse. Se sintió más tranquilo y mucho más seguro. Luego se olvidó del asunto.

            Años después supo que no habían existido tantos billetes. Era un único billete el que su madre cambiaba de sitio y de forma. Pero ser pobre o no ya no era tan importante. Además, había aprendido que las situaciones, por adversas que sean, suelen mejorar y hasta resolverse con un buena dosis de imaginación. Y él la tenía. Ella, poco a poco, a base de pequeños detalles, se la había transmitido.

             Mientras conducía sumido en sus pensamientos, dejó de escuchar el canturreo de la vocecilla. Se había quedado dormida. La miró rápidamente y continuó atento a la carretera al tiempo que, muy suavemente, sin apenas rozarla, acarició la mano que su acompañante abandonaba sobre el regazo. Deseó que permaneciera dormida el mayor tiempo posible. Necesitaba pensar, buscar una solución. No era posible que a las puertas del siglo veintiuno, tuviera que resignarse a contemplar impotente la decadencia de quien tanto le importaba.

            Anochecía... le gustaba conducir de noche pero, en esta ocasión, no disfrutaba; deseaba llegar cuanto antes. Deseando y temiendo llevaba meses. Una opinión, un descubrimiento nuevo abrían una vez más la puerta a la esperanza y, después de análisis y revisiones, otra vez el diagnóstico: ¡No hay cura! Pero él no se resignaba y seguía intentándolo.

             “¡No se puede hacer nada!” le dijeron a su madre cuando él era un muchacho, pero ella luchó y consiguió que viviera. Sin medios económicos, sin formación, pero con infinita paciencia y una resolución más allá de toda lógica, la madre había logrado salvarlo.

            —Has tenido suerte con el chico, le dijeron.

            — No, he tenido fe, contestó.

            Fue por aquel entonces cuando comenzó a llamarle “albatros”. Él permanecía en silencio, tumbado en la cama durante horas (la convalecencia duró varios meses). Tomaba las medicinas sin rechistar, nunca protestaba, pero su cerebro no dejaba de bullir. Tenía sueños, ilusiones  y mucho miedo de que no se llegasen a realizar.

            Un día la madre se acercó como siempre, con el frasco de jarabe y los comprimidos en las manos, y le preguntó: —¿En qué piensas?

            —En nada, mamá, cosas mías... 

          —Eres como el pájaro ese que estudiaba tu hermano, el que, según decíais,  se lo traga todo. ¿Cómo se llama?

          —Albatros, mamá.

          —Sí, eso, albatros.

          —¿Lo dices por las medicinas ?

          —Lo digo por todo, y no te preocupes, que lo harás.

          —¿El qué?

          —¿Pues qué va a ser?. Lo que quieres, lo que estás deseando, en lo que piensas...

            Y como para sí, pero mirándole fijamente a los ojos, susurró: —Puedes estar seguro.

                   ¡Dios! ¡Qué fuerza tenía esta mujer!. A partir de ese momento desterró el miedo, aplicó toda su energía a la esperanza y decidió empezar a trabajarse el futuro. Estudió con ahínco: primero para recuperar el tiempo perdido; luego, del mismo modo, por costumbre; más tarde, compaginó los estudios con el trabajo. Resultó duro, pero ella estaba allí, a su lado: a veces detrás, empujando; otras delante, como tirando del carro. A su manera, siempre en el lugar adecuado.

      —Mamá, no sé si podré con todo.

            —!Claro que puedes! ¿No eres un albatros? ¡Pues entonces! Y allí estaba, con su sonrisa o su café a tiempo.

            —¿Qué?, refiriéndose a los libros, ¿Ya te los has tragado?.  Se reían...

             El coche tomó una desviación. El conductor se preguntó cuáles serían las noticias esta vez.  Marta ya habría vuelto de Suiza, el avión llegaba a las ocho. Si, ya debería estar en casa. Los chicos estarían también. Todos habían hecho causa común, especialmente su mujer.

            Marta era una gran mujer. Un poco obstinada, nunca se daba por vencida, pero precisamente por ello debía estarle más agradecido.

            Recordaba cuando se enamoraron y sus padres le prohibieron verlo. Pertenecía a otra clase, y entonces aquello constituía una barrera. El ya había terminado Derecho y acababa de conseguir aquel empleo en el bufete. ¿Cuánto ganaría entonces? No lo recordaba, pero era muy poco. Y  un día, sin previo aviso, Marta se plantó en su casa. Llegó toda sofocada, pero, ¡qué bonita! La verdad es que había sido preciosa... lo seguía siendo. Sí, su mujer había ganado con el paso del tiempo. Ahora ya no era tan impetuosa. ¡Menos mal, porque qué diablillo había sido!

            Por entonces el padre había muerto y los hermanos ya se habían casado. Vivía solo con su madre, y Marta tomó la casa como por asalto. Ni siquiera se dirigió a él cuando llegó. —Es que estaba segura de que hacía lo correcto y no se me ocurrió pensar que pudieras no estar de acuerdo, le confesó después.

            — Señora, soy mayor de edad. Amo a su hijo y él a mí. Deseo casarme con él y mis padres no quieren. Vengo a rogarle que me permita quedarme aquí hasta que ellos entren en razón, si es que entran; o hasta que Dios quiera si no es así.

            —Hija, habrá complicaciones pero... ¡ésta es tu casa!

     Los padres entraron en razón ¡qué remedio! Ahí, la madre también puso de su parte. Le acompañó a visitar a sus futuros suegros y no se dejó impresionar ni por la hermosa casa ni por la actitud hostil de sus dueños.

            —Miren ustedes, soy viuda y soy pobre y no pienso disculparme por ello. Como es costumbre, acompaño a mi hijo que, de buena ley, y  sin ningún interés aparte del cariño y el respeto,  viene a pedir la mano de su hija. La chica está en mi casa que no es, ni mucho menos, tan rica como ésta, pero tampoco menos honrada. Así que, ustedes verán...

             Sonrió al rememorar la perplejidad de la pareja ante aquella mujer, especialmente pequeña de estatura, que se expresaba de forma tan contundente a pesar de la dulzura de su voz. El estaba muy tranquilo. Había acordado con su novia no aceptar ningún tipo de ayuda, ni en ese momento, ni en el futuro. Si ella le amaba, debía ser con sus circunstancias: era su única condición.

            Se casaron, y Marta, acostumbrada a una vida de lujos, se acomodó a ser la esposa de un hombre pobre. Luego las cosas mejoraron y pudo llegar a darle todo a lo que antes estuvo acostumbrada. Los suegros, si no llegaron a quererle, le respetaron y nunca dejaron de mostrarse correctos con su madre. Para él esto era suficiente aunque debía reconocer que, especialmente después de nacer los chicos, les había tomado afecto.  Bueno, seguro que su hija tuvo algo que ver con ello.

            Una gran mujer esta Marta, sí, señor. Se había recorrido España y parte de Europa buscando un tratamiento, una ayuda, algo que frenase el deterioro mental, cada vez más evidente, de quien era para él -además de ella y los chicos-, la persona más importante en su vida. Hasta ahora sus pesquisas no habían tenido éxito. Las lagunas, antes, sólo duraban unas horas. Ahora, a veces se prolongaban  durante días y la instalaban en el estado mental de la infancia. Después no recordaba nada de lo sucedido. Cuando este estado remitía y volvía a ser la misma, ella, era como si hubiese  tenido un sueño, para los demás una pesadilla.

                        Estaba llegando a casa, el coche redujo la velocidad hasta que se detuvo frente a una gran puerta pintada de blanco. Desde dentro, les abrió un hombre uniformado: —¿Han tenido buen viaje, señor?

            —Sí, Luis, muchas gracias.

            —Veo que la señora viene dormida.

            —Ha dormido todo casi todo el viaje. ¿Ha llegado mi mujer?     

            —Sí, señor, le espera. También han venido sus hijos.

            —¡Ah! Estupendo. Haga el favor de guardar el coche, Luis, y ocúpese del equipaje, estoy cansado.

            —Ahora mismo, señor.

              El conductor salió del coche, estiró los brazos y caminó con pasos rápidos hacia la portezuela contraria. Cuando la abrió, la pequeña figura de la anciana se despertó con un sobresalto.

            —¡Ay, hijo,  qué susto! ¿Dónde estamos? ¡Pero si es tu jardín!

            —Sí, mamá,  ya estamos en casa.

            —Me he quedado dormida... Oye, ¿a que no sabes lo que he soñado?  

            —Lo sé, mamá.

            —¿Cómo que lo sabes?

            —Porque me he tragado tus sueños por el camino.

            —Ja, Ja, como cuando eras muchacho. ¡Albatros, que eres un albatros!

            —Mamá, yo también he soñado...

            —Uy, espero que con algo bueno. Tus sueños suelen hacerse realidad.

            —Eso  espero, mamá. Eso  espero.

            El hombre alto de cabellos grises se inclinó para tomar de los hombros  la pequeña figura de su madre y la besó en la frente.

             Mientras caminaban con dirección a la casa, oyó el motor del coche camino del garaje.

       

                                            F i n

Margarita Sánchez

 

 

UN NÚMERO FEO

 

        ¡Está muerta! Claudia está muerta y yo estoy aquí, sentada en la butaca. Y no siento nada; al menos nada de lo que, se supone, debería sentir en una situación como ésta: angustia, miedo, pena, nerviosismo... ¡No!, sólo un poco de cansancio, nada más. Miro alrededor y el desorden me molesta: hay dos sillas caídas y, por todas partes, trozos de cristal y porcelana. El centro de flores secas que adornaba la mesa ofrece ahora, volcado sobre sí mismo, un aspecto desolador. La figura de Beethoven, en el suelo, junto a mi pie...

     ¡Qué curioso es el destino! Toda la vida conservando este horrible busto de mármol blanco, posado sobre una peana de madera con la inscripción “Ludwig van Beethoven”, grabada en chapita dorada. Me lo había regalado Claudia sin ninguna justificación para hacerlo,  porque estas figuras se compran o se regalan para ser colocadas sobre el piano -lo cual no deja de ser también  de un gusto atroz-, pero aquí nunca hubo  piano. Cientos de veces estuve tentada de tirarla y, otras tantas, volví a ponerla en el estante de la librería. Sólo  por respeto a ella había soportado conservarla todos estos años. Como elemento de decoración siempre me resultó abominable. Hoy la he usado a modo de arma, y debo reconocer que resulta eficaz.

     Estoy hablando conmigo como si le hablara a otra persona. Tal vez porque no me está afectando razonablemente lo ocurrido, como si le pasara a otro. Pero ahí, en el suelo, delante de mí, yace un cuerpo muerto.

     Si lo observo desde abajo, empezando por las grandes botas, sigo por las perneras del pantalón del mono, me fijo en la cremallera que sube desde la cadera hasta el hombro  y no levanto  la vista más arriba, puedo empezar a asumir parte de la situación; pero si continúo mirando, rebaso la línea del cuello, cubierto por la bufanda y veo la pequeña cabeza con los cabellos rubios pegados al cráneo ensangrentado... mi cerebro se niega a aceptar que lo que ocurre me afecte directamente. Sin embargo ese cuerpo es el de Claudia, y Claudia es...,¡ era! mi amiga. ¡Y está muerta! Yo la he matado.

     Y todo ha sido una casualidad, una terrible casualidad. Ella y yo somos amigas desde la infancia: jugábamos juntas en la calle, fuimos a la misma escuela y, luego, al instituto. Entonces lo compartíamos casi todo: el dinero, la ropa y hasta algún novio platónico. Después fui a la Universidad; ella no quiso, se casó en seguida. Durante los años de la carrera nos vimos menos, aunque en las vacaciones la visitaba con frecuencia y, a veces, la ayudaba con los niños. Tuvo uno casi cada año. Su marido conducía un camión por toda Europa y pocas veces estaba en casa. Cuando terminé medicina, solicité un puesto en el ambulatorio del barrio y me lo concedieron. Para entonces Claudia ya tenía cuatro hijos, todos varones.

     Durante más de veinte años hemos compartido inquietudes, nos hemos hecho confidencias... Yo no me he casado y he sido un poco la tía de sus hijos. Hace dos años murió su marido en un accidente y desde entonces hemos estado aún más unidas. No le quedó demasiada pensión y yo la ayudaba en lo que podía. Los chicos ya son mayores y pasaba demasiado tiempo sola. Mataba el tiempo leyendo novelas policiacas y jugaba, un poco más de lo razonable, a las máquinas tragaperras.  Yo la regañaba por ello:

    —¿No te parece que eso es una estupidez?—

—¡Hija, algo tengo que hacer!—

    — Tú sigue haciendo el tonto, que verás qué bien... —

     Tampoco es que fuera una viciosa. No le sobraba el dinero, así es que tampoco podía gastarlo, pero me molestaba que se privara de cosas por esa tontería.

     Fuimos, como otras veces, al cine. Y, como casi siempre, merendamos en una cafetería. Hacia mucho frío y todo estaba -está todavía- adornado con motivos navideños.

     — Hija, qué empacho de Navidades —

     Estuvimos de acuerdo.  Un hombre se acercó con décimos de lotería para el sorteo de Navidad.

     —¿Compramos uno? — , le dije.

    — Nunca juego a la lotería, es carísima y nunca toca.

    — Mujer, por un día...

    — No, yo no quiero, con ese dinero tengo para jugar... ¡ni se sabe!

    —Ya... Pues yo voy a comprar dos décimos; le daré uno a mi padre.

    — Éste no te toca  ¡Vaya un número feo!.

    —Bueno ¡qué más da.

    Y anoche la llamé: —¡Claudia, acabo de comprobar la lotería! ¡Me ha tocado el gordo!

    —Pero, ¿qué dices? ¿No será una broma?. No, tú no gastas esas bromas. ¿Dónde estás?

    — Estoy en el ambulatorio, tengo guardia. Mañana se lo diré a mi padre. ¿Sabes?, ha sido en los décimos que compré en la cafetería. Pero antes de decirle nada los llevaré al banco. ¡Estoy nerviosísima!

    —Ten cuidado, no los vayas a perder. ¡Dios mío, qué suerte!

    —No, no hay cuidado, los tengo en casa. Aquí sólo tengo la relación.

    — Pero, ¿estás segura? ¿Seguro que es el gordo?

    —Sí, yo creo que sí. Mañana te llamo, hoy tengo guardia toda la noche.

    —¿Pero te vas a quedar trabajando, siendo rica?

    —Hasta mañana no puedo cobrar, además necesito serenarme. Cuando lo cobre ya veré lo que hago. Hasta entonces no pienso decir nada a nadie. Tú tampoco, ni siquiera a los niños.

    —Está bien. Mañana... mañana nos vemos. 

     Pero, a las tres de la mañana, avisé al celador de que salía un momento y he venido a casa. Necesitaba comprobar los décimos... Al entrar he escuchado ruidos. No he encendido. Me he quedado en el salón a oscuras. Al fondo se ha apagado una luz, no sé si en el baño o la cocina. Después he oído pasos muy ruidosos por el pasillo con dirección al salón. Hay que pasar por aquí para acceder al resto de la casa o salir a la calle. Los pasos se han acercado. Me he agachado tras el sillón pero he ladeado un poco la cabeza para ver la entrada.

      Un hombre que se mueve despacio y de modo raro se ha dirigido hacia la butaca. Tiene los hombros muy anchos pero es bajo de estatura. Lleva algo en la mano. Si me descubre... El hombre viene hacia donde yo estoy. Lo que tiene en la mano brilla en la oscuridad. Tengo mucho miedo. Ha vuelto a girarse. Ahora está de espaldas, apenas se ve. Me muevo muy despacio, pero  se me olvida que llevo el bolso colgado y, con él, he rozado uno de los ceniceros. Oigo el ruido... ¡Me ha descubierto! Ahora me atacará con eso que lleva en la mano. Me levanto pegando mi cuerpo a la librería, mi cara roza los libros y, de repente... algo más frío; lo agarro, es muy pesado. En un segundo me lanzo contra el hombre, que apenas se ha girado. Le golpeo con todas mis fuerzas en la cabeza y cae al suelo.

      Quiero gritar, pero no puedo. Pasan unos segundos, que se me hacen eternos. Sin soltar lo que llevo en la mano me dirijo hacia el interruptor y enciendo la luz. El hombre no se ha movido. Poco a poco me voy acercando  hacia donde está. Tiro al suelo la figura, me quito el pañuelo del cuello y me dispongo a atarle a algún sitio. La pata de la mesa servirá, tiene el brazo prácticamente pegado a ella. Le tomo por la muñeca, lleva guantes. Por debajo busco su pulso y no se lo encuentro; decido comprobarlo en el cuello y...

¡Su cara! ¡Dios! ¿Qué es esto? Me sobresalto. Tiene puesta una careta de goma, de las que se usan en Carnaval. Dudo antes de quitársela. Si está muerto no debería tocar nada, pero... puede que aún le quede algo de vida. ¡Qué demonios!, ¡soy médico!. Le aparto la bufanda, busco el borde de goma, introduzco los dedos por ambos lados y tiro con fuerza hacia arriba...

     La persona que está ante mí, ya no vive. El golpe la ha matado. No es un desconocido, tampoco es un hombre ¡Es mi mejor amiga!.

     No sé qué resulta más doloroso: si su presencia en mi casa esta noche, que se haya ido para siempre o que yo... Demasiado dolor para una sola.., demasiado todo junto en un momento; tanto, que no lo asumo. Ni siquiera me pregunto por qué. Sólo me hago la pregunta que se haría cualquiera que estuviera al margen, como yo en este momento: ¿Cómo?.

     Claudia quería simular un robo, dejar huellas falsas. Para eso se calzó unas grandes botas. Por si tropezaba con alguien en la oscuridad, se había disfrazado con un viejo mono de trabajo, que conservaría de su marido. Y la careta, probablemente, pertenecería a un disfraz de alguno de los chicos; el relleno de cojines, la bufanda y los guantes, hicieron el resto. Cualquiera que se la hubiese encontrado en la noche, habría jurado después que se había cruzado con un hombre pequeño y grueso vestido con ropa de trabajo y con la cabeza cubierta por una bufanda. Alguien más observador haría referencia a unos extraños andares, pero nada más. Nadie relacionaría a Claudia con el suceso. Con el gancho que llevaba en la mano, fingiría haber forzado la puerta. Su afición por las novelas policiacas le habrían ayudado en el plan.

     He caminado por toda la casa. Las habitaciones están desordenadas; los cajones abiertos y revueltos. Sin embargo la cocina está intacta. Debió reservarla para el final. Tal vez, cuando llegué, se dispusiera a entrar y al oír ruido se asustó. O cambió de intención en el último momento. Nunca se sabrá.

      Entro en la cocina. La caja está en su sitio. La abro sin ganas. Entre varias participaciones están los dos décimos. Pero.., vuelvo al salón y saco del bolso la relación y la lista de los premios. Allí mismo en la butaca lo compruebo. El número es casi igual al del premio, pero varía un número ¡No coincide!.

     No sé cuánto tiempo ha pasado cuando siento que la luz entra por las ventanas y consulto el reloj: son casi las nueve. Debo llamar a La Policía. Al levantarme, los décimos caen de mi regazo, uno de ellos sobre la figura de mármol con el busto de Beethoven. Lo miro de reojo. Efectivamente, Claudia tenía razón. ¡Es un número feo!

Margarita Sánchez

 

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