LA MUERTE NUNCA TOMA VACACIONES
(Nov. 2:- Día de los Fieles Difuntos)
Humanamente hablando, todo el mundo se muere solo. La muerte no es sólo la extinción física de un cuerpo, sino también el lento apagarse de una conciencia (entendida ésta como facultad discernidora de la inteligencia). Presumo que la mente percibe con toda certidumbre la cercanía del momento final, pero como nadie puede penetrar fácilmente en el santuario de la mente humana, que normalmente se mantiene aislada del mundo que la rodea, se me ocurre pensar y decir que, finalmente, todo el mundo se muere solo. El viejo dicho “nacemos solos y morimos solos” es un reflejo de la experiencia que cada uno encuentra en el recorrido de la vida.
¿Será bueno o será malo morirse? Santa Teresa dijo:
“Ven, muerte, tan escondida
que no te sienta venir
porque el placer de morir
no me vuelva a dar la vida”.
¿Cómo podríamos llegar a comprender la misteriosa afirmación de la Santa? Aparentemente, ella había logrado penetrar el arcano de la eternidad y había saboreado la felicidad de ese conocimiento. Quería lograr sin tardanza la infinitud de ese placer.
El lector moderno razonará, sin duda, de la siguiente manera: “Desde luego, si Santa Teresa podía encontrar un placer anticipado en el hecho de morir, sería seguramente porque era una santa de virtudes excepcionales”. Tal razonamiento, de acuerdo con la doctrina tradicional de la Iglesia Católica, parte de premisas falsas, pues precisamente fueron sus virtudes excepcionales y el hecho de que no era ella quien vivía sino Cristo quien vivía en ella, según la expresión de San Pablo en su Carta a los Gálatas, los elementos que le confirieron a Teresa su categoría de Santa.
Pero el hombre moderno que, a pesar de todo, pudiera seguir argumentando en una inequívoca línea de pensamiento racionalista, la mística manifestación de Santa Teresa podría seguir careciendo de sentido: “si existe algún placer en el hecho de morir, sería un placer muy fugaz, comparable a la luz de un relámpago que surge y se extingue en un breve instante”. Pero para la Santa, digo yo, pudo haber sido el resultado de una previa confrontación de su conciencia con la continuación de la vida después de la muerte, a la que se asomaba como un glorioso abismo de las riquezas de Dios. En definitiva, es muy difícil para nosotros comprender y sopesar el estado de un alma que parecía haber vislumbrado ya el gran secreto que se oculta tras la puerta misteriosa que se abrirá y cerrará un día diluyendo la sombra fugaz de nuestras vidas.
También parece fuera de toda duda que a la Santa no le importaba ni mucho ni poco estar sola cuando llegara la “escondida muerte”. De hecho su alma estuvo siempre a solas con Dios degustando las primicias de su unión definitiva con Él.
En ese paso de la escala que conduce a la santidad, las cosas pueden verse de muy distinta manera. No hay soledad si Dios está presente y el alma está inmersa en ese conocimiento divino.
El temor a la muerte es un sentimiento universal, porque al decir de Thomas Merton, la vida y la muerte están en guerra dentro de nosotros. Pero aparentemente, ese temor no es temor por la muerte misma, porque ésta llega en un segundo y ya después todo termina, sino tal vez por la agonía que puede precederla.
Entonces es cuando el hombre común desespera por no sentirse solo, sino rodeado por quienes pueden aliviar o mitigar esos duros momentos. Es posible que si el hombre supiera que la muerte habría de llegar encontrándose en plena posesión de todas sus facultades físicas e intelectuales, entonces parte de ese temor se disiparía. Pero ¿reaccionarían así todos los seres humanos? ¿O es un pensamiento que surge cuando engañosamente parece que la muerte no llegará en un plazo breve o que por lo menos tardará tiempo en llegar?
Desde luego, el problema es que la muerte puede llegar cuando menos se la espera. Hay un tiempo para vivir y un tiempo para morir. Sólo que a veces, resultan ambos calamitosamente breves. Y aunque parezca que el segundo tiempo será más tolerable por su brevedad, lo cierto es que los seres humanos nos aferramos al primero y nos olvidamos del segundo, aunque aquél sea largo, difícil y preñado de dolores y sufrimientos.
Conclusión de todas estas reflexiones: a nadie le gusta morirse, tal vez, también, porque nos asusta el abismo desconocido en que vamos a sepultarnos. Si lo supiéramos, ¿repetiríamos las palabras de la Santa? ¿O quizás diríamos como el poeta mexicano Amado Nervo?:
“Bien venga
cuando viniere
la muerte;
su helada mano
bendeciré si me hiere.
He de morir como muere
un caballero cristiano”.
(Amado Nervo vivió una vida romántica durante diez años junto a Ana Luisa Cecilia Dailliez. Al morir ésta, víctima de unas implacables fiebres tíficas, él se sumió en un mar de tristeza y amargura, del cual emergió, evocando a la ausente y ansiando encontrarla en el otro mundo, con un manojo de versos de aspiraciones metafísicas, que reunió en su famoso libro “La Amada Inmóvil”. Pero el amor de Nervo era un amor puramente humano, carente de dimensiones divinas. De ese libro son los versos que cito).
¿Sería posible que el hombre moderno se despojara de su coraza racionalista, que lo hace ser tan orgulloso, para preocuparse un poco de ese destino inmutable de la vida y de la muerte? Después de todo, si nadie puede cambiar las decisiones finales de nuestro Creador, ¿no es mejor tratar de comprenderlas y acondicionar nuestra vida a esa inapelabilidad de lo divino?
En un significativo pasaje de la novela “Los hermanos Karamazov”, Mitya, el periodista, le plantea a uno de sus otros dos hermanos la siguiente cuestión: si Dios existe, hay que tener mucho cuidado cómo se vive; si no existe, entonces todo está permitido...
No hay duda que en lo profundo de su corazón Dostoievski sabía que todos los caminos conducen a Dios.
Marco A. Landa