José Martí (1853-1895)

El Partido Revolucionario Cubano 
(Patria, 3 de abril de 1892)

     Los partidos suelen nacer, en momentos propicios, ya de una mesa de medias voluntades, aprovechada por un astuto aventurero, ya de un cónclave de intereses más arrastrados y regañones que espontáneos y unánimes, ya de un pecho encendido que inflama en pasión volátil a un gentío apagadizo, ya de la terca ambición de un hombre hecho a la lisonja y complicidad por donde se asegura el mando.

     Puede ser un partido mera hoja de papel, que la fe escribe, y con sus manos invisibles borra el desamor. Puede ser la obra ardiente y precipitada de un veedor que en el ansia confusa del peligro patrio, congrega las huestes juradas, en su corazón flojo, al estéril cansancio.

    Pero el Partido Revolucionario Cubano, nacido con responsabilidades sumas en los instantes de descomposición del país, no surgió en la vehemencia pasajera, ni del deseo vociferador e incapaz, ni de la ambición temible; sino del empuje de un pueblo aleccionado, que por el mismo Partido proclama, antes de la República, su redención de los vicios que afean al nacer la vida republicana. Nació uno, de todas partes a la vez. Y erraría, de afuera o de adentro, quien lo creyese extinguible o deleznable. Lo que un grupo ambiciona, cae. Perdura, lo que un pueblo quiere.

    El Partido Revolucionario Cubano, es el pueblo cubano.

 

 

LA MADRE DE LOS MACEO

 

¿Qué, sino la unidad del alma cubana, hecha en la guerra, explica la ternura unánime y respetuosa, y los acentos de indudable emoción y gratitud, con que cuantos tienen pluma y corazón han dado cuenta de la muerte de Mariana Grajales, la madre de nuestros Maceo? ¿Qué había en esa mujer, qué epopeya y misterio había en esa humilde mujer, qué santidad y unción hubo en su seno de madre, qué decoro y grandeza hubo en su sencilla vida, que cuando se escribe de ella es como de la raíz del alma, con suavidad de hijo, y como de entrañable afecto? Así queda en la historia, sonriendo al acabar la vida, rodeada de los varones que pelearon por su país, criando a sus nietos para que pelearan.

 

O mejor será pintarla como la recuerda, en un día muy triste de la guerra, un hombre que estuvo en ella los diez años, y es sagaz y leal, y tiene fe en ella: ¿qué todo ha de ser descuajo, y gente nula y destructiva? Fue un día en que traían a Antonio Maceo herido: le habían pasado de un balazo el pecho: lo traían en andas, sin mirada, y con el color de la muerte. Las mujeres todas, que eran muchas, se echaron a llorar, una contra la pared, otra de rodillas, junto al moribundo, otra en un rincón, hundido el rostro en los brazos. Y la madre, con el pañuelo a la cabeza, como quien espanta pollos echaba del bohío a aquella gente llorona: "¡Fuera, fuera faldas de aquí! ¡No aguanto lágrimas! Traigan a Brioso". Y a Marcos, el hijo, que era un rapaz aún, se lo encontró en una de las vueltas: "¡Y tú, empínate, porque ya es hora de que te vayas al campamento!"                                                                                                                         Patria, 6 de enero de 1894

 

 

Una  mujer, Mrs. Salters, Presidente de Ayuntamiento

 

    ¿A qué esconderlo? Las mujeres acaban de ser en Kansas y en Texas las vencedoras. “Las hemos visto—dicen los diarios—anticiparse a las intrigas hostiles, urdir magistralmente, las propias, perorar con dignidad y gallardía, recorrer casa a casa los distritos, convertir cerca de la urna a los reacios, vigilar concienzudamente el voto, acudir con minucioso conocimiento de la ley a registrar sus protestas, y fungir en todo lo de la elección con tal inteligencia y decoro, que sólo la gracia y el vestido pudieran revelar en ellas el distinto sexo.” Así ha llegado la ciudad de Siracusa, en el condado de Hamilton, a tener su Ayuntamiento de mujeres, salvo el mayor, que está contento de ellas.

    Así el pueblo de Argonia, en Kansas, tiene por mayor a una buena casada, Mrs. Saiters, de veintisiete años y con cuatro hijos, criados por ella tan de cerca que nunca, hasta que la eligieron, tuvo sirviente en su casa: “Lavando nuestra ropa estaba yo, señor, cuando vinieron a anunciarme mi candidatura.”

    Como burla, por ser ella elocuente enemiga de los defensores del licor, la propusieron éstos para mayor del pueblo, pero sus adversarios, casi todos mujeres, determinaron usar de veras en favor de Mrs. Salters el derecho de voto que les fue recientemente concedido:—y salió electa. Con su traje de merino negro y su elegante sombrero de verano preside las sesiones del Municipio, que no murmura de su mayor porque presida mal, o ignore la ley, que sabe al dedillo, sino porque se opone la terca señora a rebajar la contribución que pagan ahora los billares y bebederías.

    ¿Que cómo llegó a mayor la señora Salters? Naturaleza le dio luces, y adquirió la costumbre de expresar sus ideas y contestar las ajenas en los debates del Colegio Industrial que sostiene en Manhattan el Estado de Kansas, excelente colegio, puesto que, a más de las letras, que no son lo primero en la educación, obliga a cada alumno, conforme su sexo, a aprender un oficio. El de costurera aprendió la señora Salters, al mismo tiempo que a pensar tan bien que su discurso de examen sobre “La Mujer de Hoy y la de Ayer”, sin ser maravilla, agradó por su claridad y cordura. El hijo del maestro se prendó de ella, y, ya casados, no fueron, como vamos nosotros, a un rincón de alquiler, amueblado de préstamo, sino a vivir de sí; a merecer la ventura, a trabajar la casa, a la única habitación que el pueblo de Argonia tenía libre, a un granero, al que las canales de vaciar el trigo servían de ventanas. Allí, entre un artículo para el periódico y una plática sobre las cosas públicas, cocinaba ella, mudando el cañón a la canal por donde entrase aire, en una estufa de gasolina, en la que no hervía mal el maíz quebrado, ni faltaba fuego para salcochar a punto el choclo, de lo que descansaba ayudando al pueblo, a par de su marido, a levantar la iglesia, o concertando la Liga de las Mujeres Cristianas contra la Intemperancia donde su propensión natural a los debates halló pronto aplauso y empleo.

    Ahora, ya viven en casa buena; la estufa es de carbón, por el cristal de las ventanas no entra el frío, el marido es el abogado del pueblo y ella es mayor. Y dicen que la casa. por el esmero y pulcritud de ella, convida a vivir y no hay pechera más bien planchada que la del abogado en todo aquel lugar.

 

 

LA SEMANA CUBANA

 

Diéramos salida al entusiasmo que rebosa, al cerrar el segundo año de la labor revolucionaria, en las agrupaciones cubanas, y parecería. a pintarlo como es, capricho del deseo, que ve siempre como real lo que tiene por apetecible, o fea intención de poner en los cubanos conmovidos más confianza en la obra de nuestra independencia que la que cada cual siente por sí, con el aviso de sus ojos. Pero Cuba no puede contemplar sin fe, y sin orgullo de sus hijos, las virtudes de ordenación y agrade­cimiento de que en estos días han dado prueba, y la disposición visible de las almas enérgicas a las nuevas fatigas que impone la conversión en república justa y dichosa de una colonia presa y desordenada.

En las cartas y en los periódicas, en los telegramas henchidos de fe, en las juntas de nuestros trabajos ordinarios y en el fervor de nuestras asambleas, nótase una de esas épocas de fuego, por todos sentido a la vez, con que, en sus horas de pureza, se van como fundiendo y amasando los pueblos; luego, en la república Libre, darán fruto estas semillas de amor: caerá el fruto sobre las tumbas de los sembradores.

Pero -aparte de la voluntad, constante en Patria, de preferir la di­fusión de las ideas necesarias, al comentario de los sucesos que por sí pro­pios, con irrefutable elocuencia se explican- impide el espacio escaso to­mar nota de tanto honroso acontecimiento de estos días, y dar hoy cuen­ta plena, como en justicia se ha de dar, de las reuniones, de patriotismo juicioso y conmovedor, con que, junto con el día de la constitución, cele­braron los cubanos, en los momentos mismos en que venía de su noble retiro el general Gómez, la capacidad patente del pueblo de Cuba para venerar a los que en su honor cayeron o sobreviven, y para subordinar los recuerdos tenaces de un sacrificio tantas veces nulo, y las discordias naturales de una sociedad injusta, a la tarea principal, y superior a todas, de arrancar a los que oprimen y vician, el suelo el suelo en que hemos de sembrar nuestros derechos.

Patria publicará en su número próximo las crónicas de Key West, Tampa y Ocala.

Nueva York, 1894

 

 

EL ALMA CUBANA

 

    Otros propagarán vicios, o los disimularán: a nosotros nos gusta propagar las virtudes. Por lo que se oye y se ve entra en el corazón la confianza o la desconfianza. Quien lee los diarios dominantes de la Habana, creerá que todo en la ciudad es pobre de alma, y reparto de robos, y ambición de café, y literatura celestina; pero es preciso leer, con los ojos sagaces, el diario que no se publica, el de la virtud que espera, el de la virtud oscura: las almas, como las tierras de invierno, necesitan que la nieve las cubra, con muerte aparente, para brotar después, a las voces del sol, más enérgicas y primaverales. Quien ‘vive entre hurtos y cohechos; quien no topa con codo que no manche o hieda; quien respira aterrado, con el silencio de la locura, o la exaltación del remordimiento, aquel aire de fórnice(*); quien no puede comer el pan tranquilo si no se presta a ganarlo con deshonor o empeña al amo su acción de hombre libre; quien ve a la gloria misma, la santa gloria de ayer, subiendo humilde y sonriente la escalera ensangrentada de palacio, acaso crea, en la cólera de la virtud, que toda Cuba es de almas alquilonas, que el cubano se viene al fango como los pollos al maíz, que al cubano le acomoda el freno y la espuela, que no hay gusto para el cubano como el de llevar a la espalda un capitán de Cáceres u Oviedo, que de cuando en cuando deja que el animal se le encabrite, para que vea el mundo la sencillez con que vuelve a meter en paso la montura. ¡Pero ésa no es el alma cubana!

¿Quiere saberse cuál es el alma cubana? Hay allá, en un rincón de la Florida que en manos del Norte no pasó de villorrio, y en las de los cubanos se ha hecho una ciudad, una anciana de buena casa, y de lo más puro de las Villas, que perdió con la guerra su gente y su hogar. Un ápice le queda de su holgura de otros días. Su cuarto pulcro revela aún, con sus paredes blancas y su vaso de flores, la vida cómoda del tiempo pasado. Por la mañanita fría, con los primeros artesanos sale a las calles, arrebujada en su mantón, la anciana Carolina, camino de su taller, y sube la escalinata de la entrada, y se sienta, hasta que oscurece, a la mesa de su trabajo. Y cuando cobra la semana infeliz, porque poca labor pueden ya hacer manos de setenta años, pone en un sobre unos pesos, para un cubano que está enfermo en Ceuta, y otros en otro sobre, para el cubano a quien tienen en la cárcel de Cuba sin razón, y en el sobre que le queda pone dos pesos más, y se los manda al Club Cubanacán, porque le parece cubano muy bueno el presidente de ese club, y porque ése, Cubanacán, es el nombre que llevó ella cuando la guerra. Con ojos de centinela y entrañas de madre vigila la cubana de setenta años por la libertad; adivina a sus enemigos, sabe donde están todos los cubanos que sufren, sale a trabajar para ellos, en la mañanita fría, arrebujada en su manta de lana. ¡Ésa es el alma de Cuba!

Patria, 30 de abril de 1892

 

Nota: (*) Seguramente Martí utilizó esta palabra como castellanización de fornicem, que significa lupanar.

 

 

    Es mañana de otoño, clara y alegre. El sol amable calienta y conforta. Agólpase la gente a la puerta del tranvía del puente de Brooklyn: que ya corre el tranvía y toda la ciudad quiere ir por él.

    Suben a saltos la escalera de granito y repletan de masa humana los andenes. ¡Parece como que se ha entrado en casa de gigantes y que se ve ir y venir por todas partes a la dueña de la casa!

    Bajo el amplio techado se canta este poema. La dama es una linda locomotora en traje negro. Avanza, recibe, saluda, lleva a su asiento al huésped, corre a buscar otro, déjalo en nuevo sitio, adelántase a saludar a aquel que llega. No pasa de los dinteles de la puerta. Gira: torna: entrega: va a diestra y a siniestra: no reposa un instante. Dan deseos, al verla venir, campaneando alegremente, de ir a darle la mano. Como que se la ve tan avisada y diligente, tan útil y animosa, tan pizpireta y gentil, se siente amistad humana por la linda locomotora. Viendo a tantas cabecillas menudas de hombres asomados al borde del ancho salón donde la dama colosal deja y toma carros, y revolotea, como rabelaisiana mariposa, entre rieles, andenes y casillas, -dijérase que los tiempos se han trocado y que los liliputienses han venido a hacer visita a Gulliver.

    Los carros que atraviesan al puente de Brooklyn vienen de New York, traídos por la cuerda movible que entre los rieles se desliza velozmente por sobre ruedas de hierro, y, desde las seis de la mañana hasta la una de la madrugada del día siguiente, jamás para. Pero donde empieza la colosal estación, el carro suelta la cuerda que ha venido arrastrándolo, y se detiene. La locomotora, que va y viene como ardilla de hierro, parte a buscarlo. Como que mueve el andar su campana sonora, parece que habla. Llega al carro, lo unce a su zaga; arranca con él, estación adentro, hasta el vecino chucho; llévalo, ya sobre otros rieles, con gran son de campana vocinglera, hasta la salida de la estación, donde abordan el carro, ganosos de contar el nuevo viaje, centenares de pasajeros. Y allá va la coqueta de la casa en busca de otro carro, que del lado contiguo deja su carga de transeúntes neoyorquinos.

    Abre el carro los grifos complicados que salen de debajo de su pavimento; muerde con ellos la cuerda rodante, y ésta lo arrebata a paso de tren, por entre ambas calzadas de carruajes del puente; por junto a los millares de curiosos, que en el camino central de a pie miran absortos; por sobre las casas altas y vastos talleres, que como enormes juguetes se ven allá en lo hondo; arrastra la cuerda al carro por sobre la armazón del ferrocarril elevado, que parece fábrica de niños; por sobre los largos muelles, que parecen siempre abiertas fauces; por sobre los topes de los mástiles; por sobre el río turbio y solemne, que corre abajo, como por cauce abierto en un abismo; por entre las entrañas solitarias del puente magnífico, gran trenzado de hierro, bosque extenso de barras y puntales, suspendido en longitud de media legua, de borde a borde de las aguas. ¡Y el vapor, que parece botecillo! ¡Y el botecillo, que parece mosca! ¡Y el silencio, cual si entrase en celestial espacio! ¡Y la palabra humana, palpitante en los hilos numerosos de enredados telégrafos, serpeando, recodeando, hendiendo la acerada y colgante maleza, que sustenta por encima del agua vencida sus carros volantes!

    Y cuando se sale al fin al nivel de las calzadas del puente, del lado de New York, no se siente que se llega, sino que se desciende.

    Y se cierran involuntariamente los ojos, como si no quisiera dejarse de ver la maravilla.

La América. Nueva York. Octubre de 1883

 

 

 

SOBRE LOS OFICIOS DE LA ALABANZA

 

    La generosidad congrega a los hombres, y la aspereza los aparta. El elogio oportuno fomenta el mérito; y la falta del elogio oportuno lo desanima. Sólo el corazón heroico puede prescindir de la aprobación humana; y la falta de aprobación mina el mismo corazón heroico. El velero de mejor maderamen cubre más millas cuando lleva el viento con las velas que cuando lo lleva contra las velas. Fue suave el yugo de Jesús, que juntó a los hombres. La adulación es vil, y es necesaria la alabanza.

    La alabanza justa regocija al hombre bueno, y molesta al envidioso. La alabanza injusta daña a quien la recibe: daña más a quien la hace.

    La alabanza excesiva repugna con razón al ánimo viril. Los que desean toda la alabanza para sí, se enojan de ver repartida la alabanza entre los demás. El vicio tiene tantos cómplices en el mundo, que es necesario que tenga algunos cómplices la virtud. Se puede ser, y se debe ser cómplice de la virtud. Al corazón se le han de poner alas, no anclas. Una manera de arrogancia es la falsa modestia, a la que pasa como a los sátiros cansados, que siempre están hablando de las ninfas. Desconfíese de quien tiene la modestia en los labios, porque ése tiene la soberbia en el corazón.

    La alabanza al poderoso puede ser mesurada, aun cuando el mérito del poderoso justifique el elogio extremo, porque la justicia no venga a parecer solicitud. A quien todo el mundo alaba, se puede dejar de alabar; que de turiferarios está lleno el mundo, y no hay como tener autoridad o riqueza para que la tierra en torno se cubra de rodillas. Pero es cobarde quien ve el mérito humilde, y no lo alaba. Y se ha de ser abundante, por la ley de equilibrio, en aquello en que los demás son escasos. A puerta sorda hay que dar martillazo mayor, y en el mundo hay aún puertas sordas. Cesen los soberbios, y cesará la necesidad de levantar a los humildes.

    Tiene el poder del mundo, aun cuando no es más que sombra del poder pasado o del que viene, el estímulo constante del reconocimiento de cuantos temen la soledad, o gustan de la alta compañía, o se sienten el ánimo segundón, o van buscando arrimo. El que en el silencio del mundo ve encendidas a solas la luz de su corazón, o la apaga colérico, y se queda el mundo a oscuras, o abre sus puertas a quien le conoce la claridad, y sigue con él camino.

    El corazón se agria cuando no se le reconoce a tiempo la virtud. El corazón virtuoso se enciende con el reconocimiento, y se apaga sin él. O muda o muere. Y a los corazones virtuosos, ni hay que hacerlos mudar, ni que dejarlos morir. El mundo es torre, y hay que irle poniendo piedras: otros, los hombres negativos, prefieren echarlas abajo. Es loable la censura de la alabanza interesada. Cuando consuela a los tristes, cuando proclama el mérito desconocido, cuando levanta el ejemplo ante los flojos y los descorazonados, cuando sujeta a los hombres en la vida de la virtud, lo loable es la alabanza.

    Y cuando a un pueblo se le niegan las condiciones de carácter que necesita para la conquista y el mantenimiento de la libertad, es obra de política y de justicia la alabanza por donde se revelan, donde más se las niega, o donde menos se las sospecha, sus condiciones de carácter.

 

 

 

PATRIA

 

            Quienes vivimos para ella, no necesitamos frasear sobre ella. De ella es mandar, y de nosotros obedecer. Es nuestra adoración, no nuestro pedestal ni nuestro instrumento. Ni los tiempos nos han cansado, ni las equivocaciones; y en cuanto en estas columnas aparezca se habrá de ver el sosiego de quienes no tienen más consejero que la devoción al país, ni más apremio que el que ordena, en horas difíciles, la indispensable vigilancia. Todo lo vemos, y a todo estamos. Reunidos en un mismo espíritu los batalladores de siempre, los de la guerra y los de la emigración, los recién llegados y los infatigables, los de  una y otra comarca, los de una y otra edad, los de una ocupación y otra; buscamos lema para este periódico de todos—y le llamamos Patria.

    Sus ideas van expuestas en las Bases del Partido Revolucionario Cubano que acata y mantiene, porque ve en ellas el acuerdo sincero entre los elementos cuya acción aislada no podría allegar, con la fuerza y el espíritu indispensables, los recursos de pensamiento y obra que cautiven, como ya cautivan, el respeto y la simpatía de la Isla. Sin la razón satisfecha del país, no es dable obrar; ni es dable ordenar la guerra inminente sin el concierto franco del pensamiento público y responsable con las energías de la época nueva y los prestigios de la guerra pasada. La prisa del enemigo en levantar la discordia indica sobradamente que no se ha de ser cómplice del enemigo. La pasión republicana, la ansiedad de la acción, la unión de las energías, el orgullo de la virtud cubana, la fe en los humildes, y el olvido de las ofensas, moverán, y nada más, nuestras plumas.

    En Patria escribirán el magistrado glorioso de ayer y los jóvenes pujantes de hoy, el taller y el bufete, el comerciante y el historiador, el que prevé los peligros de la república y el que enseña a fabricar las armas con que hemos de ganarla.

    En Patria publicaremos “La Situación Política” que refleje, de adentro y de afuera, cuanto cubanos y puertorriqueños necesitan saber del país; los “Héroes” que nos pintarán los que no se han cansado aún de serlo; los “Caracteres” de nuestro pueblo, de lo más pobre como de lo más dichoso de la vida, para que no caiga la fe de los olvidadizos; la Guerra o crónica de ella, en relación unas veces, en anécdotas otras, por donde a chispazos se vea nuestro poder en la dificultad y nuestra firmeza en la desdicha; la “Cartilla Revolucionaria” donde se enseñará, desde el zapato hasta el caer muerto, el arte de pelear por la independencia del país: a vestirse, a calzarse, a curarse, a fabricar cápsulas y pólvora, a remendar las armas. Contará Patria los trabajos y méritos de los puertorriqueños y cubanos, y la vida social de los ricos y de los pobres. Se verá la fuerza entera del país en sus páginas.

    Y cuanto en Patria se escriba ha de nacer del deseo de aprovechar, con el don inevitable de la palabra, la acción rápida en que será posible y necesario el silencio, no del prurito femenil que en la ocasión gloriosa no ve más que la tribuna floreada o las palmas envanecedoras. En la fundición habla el obrero sobre el mejor modo de fundir la espada.

 

 

 

EL ARTE DE PELEAR

    Se pelea cuando se dice la verdad. Se pelea cuando se fuerza al enemigo, por el miedo del poder que ve venirse encima, a los extremos y desembolsos que han de precipitar la acción que deseamos. Se pelea cuando se organizan las fuerzas para la victoria. Se pelea cuando se demora el pelear hasta que los ejércitos están en condición de aspirar a vencer. Se pelea cuando se atraen los ánimos hostiles por la demostración de la unidad donde sospechan el desorden, de la cordura donde sospechan la impaciencia, de la cordialidad donde sospechan la enemistad, de la Virtud donde se propalaba que no había más que vicio y crimen. Se pelea sobre todo, cuando los que han estado limpiando las armas y aprendiendo el paso en los ejercicios parciales e invisibles, en organizaciones aisladas y calladas, se ponen a la vez en pie, con un solo ánimo y un solo fin, cada uno con su estandarte y con su emblema, y todos, a la luz, en marcha que se sienta y que se vea, detrás de la bandera de la patria.

    Se pierde una batalla con cada día que pasa en la inacción. Se pierde una batalla cuando no se guía inmediatamente al ataque la fe que cuesta tanto levantar. Se pierde una batalla cuando los ejércitos, a la hora de concentrarse, se entretienen en el camino, y llegan tarde. y con las fuerzas desmayadas, al punto de concentración. Se pierde una batalla cuando en el momento que exige mano rápida y grandiosa en los jefes, y mucho brazo y mucho corazón para la arremetida, tarda en vérseles a los jefes la mano rápida, y se da tiempo a que se desordenen los corazones. Se pierde una batalla cuando, a la hora del genio y de la centella, se monta a caballo en el taburete de cuero, y se abre la ocasión al enemigo.

 

 

EL DIABLO COJUELO

 

El Diablo Cojuelo se imprimió en La Habana, en la Imprenta y Librería El Iris, Obispo 20 y 22, el 19 de enero de 1869; es decir, en la época de libertad de prensa, establecida por decreto de 9 de enero de 1869 por el capitán general español Domingo Dulce y Garay, quien había sustituido, días antes, a Francisco Lersundi.

 

Según Fermín Valdés Domínguez que publicó el citado periódico, de El Diablo Cojuelo se tiró un solo número, cuyo fondo y algún suelto eran de Martí; “lo otro es del doctor Joaquín Núñez de Castro, Antonio Carrillo y O’Farrill y mío”.

De La Patria Libre, donde salió Abdala y donde escribieron también, según Valdés Domínguez, el poeta, educador y patriota Rafael María Mendive y el viejo Cristóbal Madan, se tiró igualmente un solo número, en la misma imprenta arriba mencionada y en el mismo mes y el mismo año.

 

Nunca supe yo lo que era público, ni lo que era escribir para él, mas a fe de diablo honrado, aseguro que ahora como antes, nunca tuve tampoco miedo de hacerlo. Poco me importa que un tonto murmure, que un necio zahiera, que un estúpido me idolatre y un sensato me deteste. Figúrese usted, público amigo, que nadie sabe quién soy: ¿qué me puede importar que digan o que no digan?

Diránme que en nada me ajusto a la costumbre de campear por mis respetos,-que nada más significa esta comezón de publicar hojas anónimas con redactores conocidos;-diránme que soy un mal caballero; amenazaránme con romperme los brazos, ya que no tengo piernas, mas, a fe de osado y mordaz escribidor, prometo y prometo con calma que a su tiempo se verá que este Diablo no es un diablo, y que este Cojo no es cojo.

Esta dichosa libertad de imprenta, que por lo esperada y negada y ahora concedida, llueve sobre mojado, permite que hable usted por los codos de cuanto se le antoje, menos de lo que pica; pero también permite que vaya usted al Juzgado o a la Fiscalía, y de la Fiscalía o el Juzgado lo zambullan a usted en el Morro, por lo que dijo o quiso decir. Y a Dios gracias, que en estos tiempos dulces hay distancia, y no poca, de su casa al Morro. En los tiempos de don Paco era otra cosa. ¿Venía usted del interior, y traía usted una escarapela?  — ¡calabozo!— ¿Habló usted y dijo que los insurrectos ganaban o no ganaban?  — ¡al calabozo!— ¿Antojábasele a usted ir a ver a una prima que tenía en Bayamo? — ¡al calabozo!— ¿Contaba usted tal o cual comentario, cierto episodio de la revolución? — ¡al calabozo!— Y tanta gente había ya en los calabozos, que a seguir así un mes más, hubiera sido la Habana de entonces el Morro de hoy, y la Habana de hoy el Mono de entonces. Puede por esto colegirse lo que por acá queremos a aquel buen señor de quien dirán las historias que se despedía a la francesa.

Pero no hay sólo libertad de imprenta: hay también libertad de reunión. Quiere un zángano ganarse prosélitos, y héteme aquí que junta al honrado fidalgo, dueño de quinientos negros; al famoso jockey, dueño de otros cuantos; al mayordomo de cierta señorona, y a un maestro que tiene un cerebro más pastelero que la mismísima pastelería. Dícese allí que es una iniquidad la abolición, en lo cual yo no me meto; y que la insurrección es la ruina del país, en lo cual por ahora tampoco tomo cartas; y dícense otras muchas cosas que tal parecen salidas del cerebro de enfermo. Y en éstas y otras se concluye la importante sesión, satisfechos los parlanchines de haber dicho muy grandes cosas.

Otros de esos que llaman sensatos patricios, y que sólo tienen de sensato lo que tienen de fría el alma, reúnen en sus casas a ciertos personajes de aquéllos que han fijado un ojo en Yara y otro en Madrid, según la feliz expresión de un poeta feliz, y que con sólo este título pretenden imponer sus leyes a quien tiene muy pocas ganas de sufrir tan ridícula imposición. A ser yo orador, o concurrente a Juntas, que no otra cosa significa entre nosotros la tal palabra, no sentaría por base de mi política eso que los franceses llamarían afrentosa hésitation. O Yara o Madrid.

Mas, volviendo a la cuestión de libertad de imprenta, debo recordar que no es tan amplia que permita decir cuanto se quiere, ni publicar cuanto se oye. Un ejemplo al canto. Si viniese a Cuba un Capitán general, que burlándose del país, de la nación y de la vergüenza, les robase miserablemente dos millones de pesos; y corriesen rumores de que este general se llamaba Paco o Pancho, Linsunde o Lersinde, a buen seguro que mucho habría de medirse usted, lector amigo, antes de publicar noticia que tanto ofende la nunca manchada reputación del respetable cuanto idóneo representante del Gobierno Borbónico en esta Antilla. Y esto lo digo para que a mí como a los demás nos sirva de norma en nuestros actos periodiquiles.

Conque al periódico, público amigo, ¡al periódico, buen diablo!, ¡al periódico, lector discreto! ¡Y lluevan pesetas como llueven diabluras!

 

 

 

 

 Tres héroes

 

Cuentan que un viajero llegó un día a Caracas al anochecer, y sin sacudirse el polvo del camino, no preguntó dónde se comía ni se dormía, sino cómo se iba adonde estaba la estatua de Bolívar. Y cuentan que el viajero, solo con los árboles altos y olorosos de la plaza, lloraba frente a la estatua, que parecía que se movía, como un padre cuando se le acerca un hijo. El viajero hizo bien, porque todos los americanos deben querer a Bolívar como a un padre. A Bolívar, y a todos los que pelearon como él porque la América fuese del hombre americano. A todos: al héroe famoso, y al último soldado, que es un héroe desconocido. Hasta hermosos de cuerpo se vuelven los hombres que pelean por ver libre a su patria.

Libertad es el derecho que todo hombre tiene a ser honrado, y a pensar y a hablar sin hipocresía. En América no se podía ser honrado, ni pensar, ni hablar. Un hombre que oculta lo que piensa, o no se atreve a decir lo que piensa, no es un hombre honrado. Un hombre que obedece a un mal gobierno, sin trabajar para que el gobierno sea bueno, no es un hombre honrado. Un hombre que se conforma con obedecer a leyes injustas, y permite que pisen al país en que nació lo hombres que se lo maltratan, no es un hombre honrado. El niño, desde que puede pensar, debe pensar en todo lo que ve, debe padecer por todos los que no pueden vivir con honradez, debe trabajar por que puedan ser honrados todos los hombres, y debe ser un hombre honrado. El niño que no piensa en lo que sucede a su alrededor, y se contenta con vivir, sin saber si vive honradamente, es como un hombre que vive del trabajo de un bribón, y está en camino de ser bribón. Hay hombres que son peores que las bestias, porque las bestias necesitan ser libres para vivir dichosas: el elefante no quiere tener hijos cuando vive preso: la llama del Perú se echa en la tierra y se muere, cuando el indio le habla con rudeza, o le pone más carga que la que puede soportar. El hombre debe ser, por lo menos, tan decoroso como el elefante y como la llama. En América se vivía antes de la libertad como la llama que tiene mucha carga encima. Era necesario quitarse la carga, o morir.

Hay hombres que viven contentos aunque vivan sin decoro. Hay otros que padecen en agonía cuando ven que los hombres viven sin decoro a su alrededor. En el mundo ha de haber cierta cantidad de decoro, como ha de haber cierta cantidad de luz. Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres. Esos son los que se rebelan con fuerza terrible contra los que les roban a los pueblos su libertad, que es robarles a los hombres su decoro. En esos hombres van miles de hombres, va un pueblo entero, va la dignidad humana. Esos hombres son sagrados. Estos tres hombres son sagrados: Bolivar, de Venezuela; San Martín, del Río de la Plata; Hidalgo, de México. Se les deben perdonar sus errores, porque el bien que hicieron fue más que sus faltas. Los hombres no pueden ser más perfectos que el sol. El sol quema con la misma luz con que calienta: El sol tiene muchas manchas. Los desagradecidos no hablan más que de las manchas. Los agradecidos hablan de la luz.

Bolívar era pequeño de cuerpo. Los ojos le relampagueaban, y las palabras se le salían de los labios. Parecía como si estuviera esperando siempre la hora de montar a caballo. Era su país, su país oprimido, que le pesaba en el corazón, y no le dejaba vivir en paz. La América entera estaba como despertando. Un hombre solo no vale nunca más que un pueblo entero; pero hay hombres que no se cansan, cuando su pueblo se cansa, y que se deciden a la guerra antes que los pueblos, porque no tienen que consultar a nadie más que a sí mismos, y los pueblos tienen muchos hombres, y no pueden consultarse tan pronto. Ése fue el mérito de Bolívar, que no se cansó de pelear por la libertad de Venezuela, cuando parecía que Venezuela se cansaba. Lo habían derrotado los españoles: lo habían echado del país. El se fue a una isla, a ver su tierra de cerca, a pensar en su tierra.

Un negro generoso lo ayudó cuando ya no lo quería ayudar nadie. Volvió un día a pelear, con trescientos héroes, con los trescientos libertadores. Libertó a Venezuela. Libertó a la Nueva Granada. Libertó al Ecuador. Libertó al Perú. Fundó una nueva nación, la nación de Bolivia. Ganó batallas sublimes con soldados descalzos y medio desnudos. Todo se estremecía y se llenaba de luz a su alrededor. Los generales peleaban a su lado con valor sobrenatural. Era un ejército de jóvenes. Jamás se peleó tanto, ni se peleó mejor, en el mundo por la libertad. Bolívar no defendió con tanto fuego el derecho de los hombres a gobernarse por sí mismos, como el derecho de América a ser libre. Los envidiosos exageraron sus defectos. Bolívar murió de pesar del corazón, más que de mal del cuerpo, en la casa de un español en Santa Marta. Murió pobre, y dejó una familia de pueblos.

México tenía mujeres y hombres valerosos que no eran muchos: pero valían por muchos: media docena de hombres y una mujer preparaban el modo de hacer libre a su país. Eran unos cuantos jóvenes valientes, el esposo de una mujer liberal, y un cura de pueblo que quería mucho a los indios, un cura de sesenta años. Desde niño fue el cura Hidalgo de la raza buena, de los que quieren saber. Los que no quieren saber son de la raza mala. Hidalgo sabía francés, que entonces era cosa de mérito, porque lo sabían pocos. Leyó los libros de los filósofos del siglo dieciocho, que explicaron el derecho del hombre a ser honrado, y a pensar y a hablar sin hipocresía. Vio a los negros esclavos, y se llenó de horror. Vio maltratar a los indios, que son tan mansos y generosos, y se sentó entre ellos como un hermano viejo, a enseñarles las artes finas que el indio aprende bien: la música, que consuela; la cría del gusano, que da la seda; la cría de la abeja, que da miel. Tenía fuego en sí, y le gustaba fabricar: creó hornos para cocer los ladrillos. Le veían lucir mucho de cuando en cuando los ojos verdes. Todos decían que hablaba muy bien, que sabía mucho nuevo, que daba muchas limosnas el señor cura del pueblo de Dolores. Decían que iba a la ciudad de Querétaro una que otra vez, a hablar con unos cuantos valientes y con el marido de una buena señora. Un traidor le dijo a un comandante español que los amigos de Querétaro trataban de hacer a México libre. El cura montó a caballo, con todo su pueblo, que lo quería como a su corazón; se le fueron juntando los caporales y los sirvientes de las haciendas, que eran la caballería; los indios iban a pie, con palos y flechas, o con hondas y lanzas. Se le unió un regimiento y tomó un convoy de pólvora que iba para los españoles. Entró triunfante en Celaya, con música y vivas. Al otro día juntó el Ayuntamiento, lo hicieron general, y empezó un pueblo a nacer. Él fabricó lanzas y granadas de mano. Él dijo discursos que dan calor y echan chispas, como decía un caporal de las haciendas. Él declaró libres a los negros. Él les devolvió sus tierras a los indios. Él publicó un periódico que llamó El Despertador Americano. Ganó y perdió batallas. Un día se le juntaban siete mil indios con flechas, y al otro día lo dejaban solo. La mala gente quería ir con él para robar en los pueblos y para vengarse de los españoles. Él les avisaba a los jefes españoles que si los vencía en la batalla que iba a darles los recibiría en su casa como amigos. ¡Eso es ser grande! Se atrevió a ser magnánimo, sin miedo a que lo abandonase la soldadesca, que quería que fuese cruel. Su compañero Allende tuvo celos de él, y él le cedió el mando a Allende. Iban juntos buscando amparo en su derrota cuando los españoles les cayeron encima. A Hidalgo le quitaron uno a uno, como para ofenderlo, los vestidos de sacerdote. Lo sacaron detrás de una tapia, y le dispararon los tiros de muerte en la cabeza. Cayó vivo, revuelto en la sangre, y en el suelo lo acabaron de matar. Le cortaron la cabeza y la colgaron en una jaula, en la Alhóndiga misma de Granaditas, donde tuvo su gobierno. Enterraron los cadáveres descabezados. Pero México es libre.

San Martín fue el libertador del Sur, el padre de la República Argentina, el padre de Chile. Sus padres eran españoles, y a él lo mandaron a España para que fuese militar del rey. Cuando Napoleón entró en España con su ejército para quitarles a los españoles la libertad, los españoles todos pelearon contra Napoleón: pelearon los viejos, las mujeres, los niños; un niño valiente, un catalancito, hizo huir una noche a una compañía, disparándole tiros y más tiros desde un rincón del monte: al niño lo encontraron muerto, muerto de hambre y de frío; pero tenía en la cara como una luz, y sonreía, como si estuviese contento. San Martín peleó muy bien en la Batalla de Bailén, y lo hicieron teniente coronel. Hablaba poco: parecía de acero: miraba como un águila: nadie lo desobedecía; su caballo iba y venía por el campo de pelea, como el rayo por el aire. En cuanto supo que América peleaba por hacerse libre, vino a América: ¿qué le importaba perder su carrera si iba a cumplir con su deber? Llegó a Buenos Aires; no dijo discursos; levantó un escuadrón de caballería; en San Lorenzo fue su primera batalla; sable en mano se fue San Martín detrás de los españoles, que venían muy seguros, tocando el tambor, y se quedaron sin tambor, sin cañones y sin bandera. En los otros pueblos de América los españoles iban venciendo: a Bolívar lo había echado Morillo, el cruel de Venezuela; Hidalgo estaba muerto; O’Higgins salió huyendo de Chile; pero donde estaba San Martín siguió siendo libre la América. Hay hombres así, que no pueden ver esclavitud. San Martín no podía; y se fue a libertar a Chile y al Perú. En dieciocho días cruzó con su ejército los Andes altísimos y fríos; iban los hombres como por el cielo, hambrientos, sedientos; abajo, muy abajo, los árboles parecían yerba, los torrentes rugían como leones. San Martín encuentra al ejército español y lo deshace en la Batalla de Chacabuco, lo derrota para siempre en la Batalla de Maipú. Liberta a Chile. Se embarca con su tropa, y va a libertar el Perú. Pero en el norte estaba Bolívar y San Martín le cede la gloria. Se fue a Europa triste y murió en brazos de su hija, Mercedes. Escribió su testamento en una cuartilla de papel, como si fuera el parte de una batalla. Le habían regalado el estandarte que el conquistador Pizarro trajo hace cuatro siglos y él le regaló el estandarte en el testamento al Perú. Un escultor es admirable, porque saca una figura de la piedra bruta: pero esos hombres que hacen pueblos son como más que hombres. Quisieron algunas veces lo que no debieron querer; pero ¿qué no le perdonará un hijo a su padre? El corazón se llena de ternura al pensar en esos gigantescos fundadores. Ésos son héroes; los que pelean para hacer a los pueblos libres, los que padecen pobreza y desgracia por defender una gran verdad. Los que pelean por la ambición, por hacer esclavos a otros pueblos, por tener más mando, por quitarles a otros pueblos sus tierras, no son héroes sino criminales.

 

 

 

 

DE LA PESCA DE LAS PERLAS

 

            De las perlas veníamos hablando, de la perla rosa de las islas Incas y de la Goajira, de las perlas de aguacate del Archipiélago y de la Margarita. Y Benjamín Ruiz, el general de Panamá, nos contaba cómo es la pesca en las islas del Archipiélago. A la marea baja esperan los buzos, que a la vez son gente de labrantío, y entretienen la mañana en los trabajos de su campo. Ni comen ni beben antes de pescar, y entran desnudos a la piragua, que tiene un asiento para cada hombre, y un asta al lado donde colgar la recia jaba; los más púdicos llevan de traje el pampanillo, que es un cordón a la cintura, y de delante a atrás un pañizuelo encubridor. Ya en el pesquero, echan la jaba atada de una soga, y con su peso adentro, para que vaya pronto a lo hondo; y tras la jaba, ellos. Allá se están de cuatro a diez minutos, amarrando las madres que conocen en lo redondas y barbudas, y metiéndolas en su jaba cada cual, que halan de arriba, luego que salen a tomar aire nuevo. A las tres o cuatro horas, ya dan por hecho el día; refrescan por la playa. con cocos frescos del contiguo cocal; y ya en sus casas, comen y duermen. Las ostras las abren luego, a punta de cuchillo; y hallan la perla caprichosa en la carne misma, o enseñándose apenas, enclavada en la costra, o colgando en la bolsa de la barba, como saliendo de la cuenca de una semilla de marañón. Con muy fina cuchilla raspan la perla enclavada y la redondean y luego la bruñen con aceite de coco, pero el ojo experto distingue enseguida la perla abierta de ésta incompleta y caliza. La ostra madre es muy fina de comer, y los buzos, luego de hervirlas y de colocarlas en una ligera barbacoa, las ponen en sartas, y las llevan al mercado en Panamá. Si la mar se va muy lejos, las mujeres salen a mariscar, que es ver si han quedado de la marea algunas madres por la playa: y a veces quedan. De por allí es un caracol de carne buena, que llaman cambombia, y con el que hacen rico ajiaco.

 

 

HAY EN EL HOMBRE...

(Fragmento)

 

            Hay en el hombre un conocimiento íntimo, vago, pero constante e imponente, de UN GRAN SER CREADOR: Este conocimiento es el sentimiento religioso, y su forma, su expresión, la manera con que cada agrupación de hombres concibe este Dios y lo adora, es lo que se llama religión. Por eso, en lo antiguo, hubo tantas religiones como pueblos originales hubo; pero ni un solo pueblo dejó de sentir a Dios y tributarle culto. La religión está, pues, en la esencia de nuestra naturaleza. Aunque las formas varíen, el gran sentimiento de amor, de firme creencia y de respeto, es siempre el mismo. Dios existe y se le adora.

            Entre las numerosas religiones, la de Cristo ha ocupado más tiempo que otra alguna los pueblos y los siglos: esto se explica por la pureza de su doctrina moral, por el desprendimiento de sus evangelistas de los cinco primeros siglos, por la entereza de sus mártires, por la extraordinaria superioridad del hombre celestial que la fundó. Pero la razón primera está en la sencillez de su predicación que tanto contrastaba con las indignas

argucias, nimios dioses y pueriles argumentos con que se entretenía la razón pagana de aquel tiempo, y a más de esto, en la pura severidad de su moral tan olvidada ya y tan necesaria para contener los indignos desenfrenos a que se habían entregado las pasiones en Roma y sus dominios.

            Pura, desinteresada, perseguida, martirizada, poética y sencilla, la religión del Nazareno sedujo a todos los hombres honrados, airados del vicio ajeno y ansiosos de aires de virtud; y sedujo a las mujeres, dispuestas siempre a lo maravilloso, a lo tierno y a lo bello. Las exageraciones cometidas cuando la religión cristiana, que como todas las religiones, se ha desfigurado por sus malos sectarios; la opresión de la inteligencia ejercida en nombre del que predicaba precisamente el derecho natural de la inteligencia a libertarse de tanto error y combatirlo, y los olvidos de la caridad cristiana a que, para afirmar un poder que han comprometido, que han abandonado los hijos extraviados del gran Cristo, no deben inculparse a la religión de Jesús, toda grandeza, pureza y verdad de amor. El fundador de la familia no es responsable de los delitos que cometen los hijos de sus hijos.

            Todo pueblo necesita ser religioso. No sólo lo es esencialmente, sino que por su propia utilidad debe serlo. Es innata la reflexión del espíritu en un ser superior; aunque no hubiera ninguna religión todo hombre sería capaz de inventar una, porque todo hombre la siente. Es útil concebir un GRAN SER ALTO; porque así procuramos llegar, por natural ambición, a su perfección, y para los pueblos es imprescindible afirmar la creencia natural en los premios y castigos y en la existencia de otra vida, porque esto sirve de estímulo a nuestras buenas obras, y de freno a las malas. La moral es la base de una buena religión. La religión es la forma de la creencia natural en Dios y la tendencia natural a investigarlo y reverenciarlo. El ser religioso está entrañado en el ser humano. Un pueblo irreligioso morirá, porque nada en él alimenta la virtud. Las injusticias humanas disgustan de ella; es necesario que la justicia celeste la garantice.

 

 

Se van los ancianos

(Patria, 19 de marzo de 1892)

 

    Doce años hace, cuando fue vencido en Cuba, por su infeliz organización, el movimiento que pudo evitar al país diez años de esperas inútiles, vino fugitivo de Cádiz un anciano modoso, de rara cordura, de cuerpo recio y pequeño, y el rostro inolvidable, con la tez curtida por el sol de las escuadras del Oriente, honrados los ojos y serenos, de águila la nariz y la barba blanca. Un cubano que no se ha cansado aún lo recibió en sus brazos, y le evitó el viaje mortal a la guerra que ya se desvanecía. "Aquí vengo, señor, dijo Silverio del Prado, para que me mande a la guerra con mis tres hijos". ¡Era Silverio del Prado, que con sus tres hijos había peleado ya diez años! Cayó ya en suelo amigo el hombre cuyas heridas no se pudieron cerrar al sol de su país. Las palmas que le dan sombra, no son sus palmas.

 

    En Cayo Hueso vivía, en una casa señorial como su corazón, un hombre que dio a la patria sus ochenta años de vida, su riqueza, sus sueños de gloria, sus dos hijos. Nacido en sedas, no

 tenía fe en ellas. Amaba, por un instinto superior al influjo de la falsa cultura, aquella libertad que se paga en lo que vale, y nace y se mantiene del reparto equitativo de la justicia entre los hombres. Hablaba el matancero José Francisco Lamadriz como maestro eximio la lengua de sus opresores, y el haber vivido en España largamente reforzó su convicción de la necesidad de apartar a Cuba de ella. Era un gozo ver florear su robusto entendimiento. Todo se le fue cayendo alrededor. Con la muerte sentada a la mesa, aún le hacía seña de esperar, y se ponía en pie a decir adiós a la patria. Moría muy pobre aquel rico. Y en tierra ajena están ahora sus huesos.

 

    Ahora muere en Puerto Príncipe, rodeado de ruinas, el Solitario que amó a su tierra ardientemente. Ni huyó el cuerpo, ni cedió la pluma. Si no tenía más que un amigo el defensor de la independencia de la patria, Francisco Agüero era el amigo. De cárceles y de peligros salía más fresco y determinado, como el nadador de debajo de las olas. La edad le comió las carnes y le royó la pobreza los vestidos. De una tristísima soledad tenía llenos los ojos. Cayó en su patria, como si cayera en tierra extraña.

 

 

El 28 del actual se cumplirán ciento cincuenta años del nacimiento del prócer y gran escritor cubano, que mantuvo una estrecha relación con la Argentina y con este diario. El autor de Versos sencillos luchó apasionadamente por la independencia de su patria, y perseguido por sus ideas se convirtió en un proscripto que peregrinó por distintos países de América latina. Radicado en los Estados Unidos, donde sobrevivió trabajando como periodista, se desempeñó como corresponsal de LA NACION en Nueva York desde 1882 a 1891. Todos los meses enviaba dos y hasta cuatro colaboraciones que se publicaban como "Cartas desde New-York", dirigidas a Bartolomé Mitre. A modo de homenaje, transcribimos la primera de ellas en la que narra la ejecución de Charles Guiteau

 

Charles Guiteau, asesino del presidente Garfield

Por José Martí
Para LA NACION - Nueva York, 1882

Fechada el 15 de julio de 1882. Publicada el 13 de septiembre de 1882

 

 

Nació este mes a la sombra de un cadalso. Ante ávidos espectadores, cayó colgando al aire el cuerpo del asesino de Garfield. Parecía Guiteau más que criatura animada en que se hospedasen humanos afectos y defectos, una caja de resortes. No era de especie humana, sino felina, pobre de carnes, rico de nervios, lustroso de ojos, hecho para destruir. A otros devora el amor de los demás; a éste lo devoró el amor de sí mismo. Pensar en él, daña; verlo, dañaba. El orden general de la Creación está repetido, como en todos los órdenes parciales, en el orden humano. Su vida fue la de una fiera cobarde, flaca y hambrienta. Su muerte fue la de un niño infeliz que juega a héroe, en medio de un circo. Otros crímenes son producto de la labor de una época en la mente de un hombre; el crimen de éste fue solitario y espontáneo, no hijo de la locura de la muerte, sino de la del apetito. Cansado de ser en vano, se vengó en un solo hombre de todos aquellos que se habían negado a satisfacer sus deseos. Y para que su venganza fuese más cumplida, eligió el hombre más alto.

Hay montañas que invaden con sus cimas serenas los cielos azules, y hay abismos que se entran como lenguas de colosales serpientes por las entrañas de la tierra. Hay hombre en quienes el bien rebosa -que son los apóstoles- y otros en quienes el mal rebosa -que son los asesinos-, como hay buitres y palomas.

Apena recordar los días últimos de la vida de ese mísero. Apena ver cómo los narraron los diarios de esta tierra; cómo -luego de muerto- quemaban por las plazas sus efigies; cómo halaban de los pies y llenaban de lodo los vestidos de una imagen suya, ahorcada en un farol de Nueva York, los niños de la calle; cómo se recibió con festejos públicos, con cañonazos, como en Trenton; con libre beber en las cervecerías, como en Washington; con silbar de máquinas de vapor y vuelo de campanas, como en Pittsburg, la noticia de su muerte. Cuando se abrió bajo sus pies la trampa por que se deslizó con gran caída, camino de la vida venidera, su cuerpo mezquino, rompió en impíos aplausos la muchedumbre de presos de la cárcel, que prolongó luego con vítores y hurras, la que danzaba y reía, como en verbena de gloria, a las puertas de la prisión del malaventurado.

Aunque no sea más que porque recuerda la posibilidad de que exista un hombre vil, no debiera ser motivo de júbilo para los hombres la muerte de un ser humano.

Y El Herald , de New York, habló del mísero y de los lances de sus postrimerías, y de los de su muerte con mofa aborrecible. De Guiteau antes de morir decía que estaba "fresco como un pepino", "tranquilo como una mañana de verano"; "ágil como una pulga" pintaba al hermano del reo, que iba y venía como por casa propia, por la cárcel donde había de recibir horas después su hermano ignominiosa muerte, y nadaba jovialmente, por entre los grupos de curiosos favorecidos que repletaban el patio de la cárcel, y con sus mismas manos examinó las cuerdas, las tablas, el gorro de los ahorcados, los resortes, la trampa, palpó con fría curiosidad todos los escondrijos del fúnebre aparato.

Concíbese, en caso semejante, que un hombre quede en pie, ante el cadalso de su hermano, convertido en piedra. Este más parecía inspector de fiesta que hermano de ahorcado. Desde el amanecer, estaba henchida de gente la ancha rotonda. Examinaban el patíbulo como se examinan las barras peligrosas, donde va a dar el salto mortal algún gimnasta. No había esa solemnidad imponente que precede a la muerte misteriosa. Todo era ir y venir, y fumar sin tasa, y preguntas con insana avaricia, como cuando se está en vísperas de un espectáculo animado.

El reo mismo, vestido con singular limpieza, ensayaba, sentado en su lecho de la cárcel, con el jocundo reverendo que le asistía, el canto de una rastrera trenodia que se proponía entonar desde el patíbulo. Era de verle el día anterior, platicando con seriedad y agudeza en la puerta de su celda con el cronista de un periódico, y pidiéndole excusas corteses por apartarse de él por un momento para ir a cerrar una ventana de la celda por donde le entraba aire frío. El cronista le argumentaba implacablemente sobre su crimen -¡que importa poco revolver con punta de puñal la conciencia de un desventurado, si se da con ello pasto al apetito de un público avariento de extrañas noticias! Y Guiteau se desembarazaba de esos argumentos con nerviosa presteza. Era su modo de hablar, violento, saltante, airado, arrojadizo. Oyéndole y viéndole se pensaba en zorros y lobos. Respondía apresurado con sus palabras inquietas, coléricas, abruptas, que parecían disparos de cohete.

Todo el día estuvo de pie ante la reja de su celda, recibiendo visitas. Veíanse en él los esfuerzos de un domador de fieras: adivinábase que con mano de hierro ponía dique a torrentes de lágrimas y reprimía los saltos tremendos de un tigre invisible. "¡Estopa y disparate! ¡Estupidez y estopa!", exclamaba interrumpiendo con rudeza a su hermana, que le venía a decir adiós, con la sobrina del reo de la mano, y le prometía su reunión en el cielo, y el bien merecido por la inocencia de su alma.

Y al punto estrechaba blandamente la mano de la niña, y le hablaba con súbita ternura, como si a los pies de esa maga se rindiese el tigre. En tanto, el reverendo sacaba de la celda el ramo de flores que había traído al reo su hermana piadosa, en que había una flor blanca envenenada. Desatada ya la lengua, con esa volubilidad convulsiva y y extrema de los sentenciados a morir; y con esa mirada selvática y extraña, como de quien pone el pie en un mundo temible y desconocido, rogaba al alcalde que consintiese en ausentarse de la prisión a la hora señalada para su muerte, con lo que ésta no podría hacerse, por faltar el alcalde, ni luego, por haber pasado ya la hora.

Ni se ocultaban a sus ojos los diarios que enumeraban los detalles del próximo suceso. Se anunció el programa de la ejecución como el de una exhibición curiosa. Jamás sufrimientos de hombre honrado, ni celestiales dolores de mártir, fueron contados con mayor menudez que las palabras y actos de este reo, los hilos de la cuerda que lo ahorcó, los matices del vestido que le cubrió el cuerpo, las fibras de las tablas del cadalso. Decíase de qué pino era hecho, y de qué árbol fue cortado el pino, y de qué país vino la cuerda fúnebre, y de qué menjunjes la untaban para suavizarla, y cómo lo iba a ahorcar "el ahorcador más afamado de esta tierra".

Lleno estaba en la cárcel un cuarto de guardar de cuerdas numerosas y gorros negros, ribeteados de rojo, y muñecos colgando por el cuello de extremos de lazos, y modelos de patíbulo enviados, para ayudar a servir el caso lúgubre, de todas partes de la Unión por gentes brutales.

El reo aquella mañana en que murió, se acicaló esmeradamente, como quien va de bodas. No se notaba en él ya violencia, ni temor, ni disimulo. Parecía, por la exuberante gentileza con que recibió a su clérigo, novio feliz, que oye al sacerdote los deberes del estado en que entra, -y por el teatral aspecto de cuanto le rodeaba, y su leer de papeles, y su cuidar del parecer de su persona, y su ensayar en alta voz discurso y cantos -artista de fama que va a probar sus fuerzas ante público nuevo.

Como quien va de viaje, registró cuidadosamente sus cartas, y rompió unas, y dio otras al clérigo. Vestía el clérigo ligero vestidillo, y cuando entró en la celda del preso para no abandonarle ya hasta elpunto de morir, llevaba cubierta la cabeza con un sombrerito de paja, y los diarios del día bajo el brazo. Y Guiteau le enviaba a una y otra parte, cual director de función que no quiere que haya cosa que no esté en su punto, a ver si tal persona estaba entre los curiosos, a ver si todo había sido dispuesto de modo que no marrase la escena final, a ver si los menesteres del patíbulo estaban ya bien probados y aderezados.

En la puerta oíase tumulto, y era que la hermana solicitaba permiso para ver ahorcar al reo, y venía con el carruaje lleno de coronas y cruces de flores con que cubrir su cuerpo muerto.

Ya van de procesión, de la celda al cadalso, por entre hileras de curiosos, de generales, de diputados, de cronistas de periódicos, de médicos. Hacen de incienso, bocanadas de humo. El alcalde, con su bastón de oro, encabeza el séquito. Junto al reverendo, que lleva libros y papeles, va atado el asesino, firme el paso, pálido el rostro, recogido el continente. ¡Oh! no haya miedo, no contaremos cosas demasiado horribles. Ya sube a la plataforma Guiteau sereno, ya en lidia odiosa se codean, precipitan y empujan los espectadores, por lograr buen puesto y limpia vista en torno al cadalso. Y el que mejor puesto logra, y más serena tiene la faz, y mejor ve, es el hermano.

Mas, ¿qué es eso? ¿Es un hombre que muere? ¿Es el vulgar servicio religioso de una iglesia pobre? ¿Es la exhibición de curiosidades en algún escenario de circo de pueblo? Porque el programa tiene varios lances, y al entrar en cada uno nuevo, Guiteau anuncia al público como los tarjetones de los cafés cantantes de París avisan a la concurencia la canción que viene, y como los saltimbanquis encasacados de los museos introducen con esbozos biográficos, cada una de las bestias humanas, enanos contrahechos, gigantes fingidos, albinos improvisados e idiotas enseñados, que exhiben.

Dice el clérigo una plegaria monótona. Guiteau anuncia qué va a leer, y lee con aquel tono de falsa unción e inspirada salmodia de los predicadores comunes, unos versículos del décimo capítulo de Mateo. Desenvuelve un papel el reverendo. "Ahora, dice Guiteau, voy a leer mi última plegaria". Y lee en el papel que mantiene a buena altura ante sus ojos el reverendo servicial una oración al Salvador. ¡Parece una columna de humo negro en que revolotean jóvenes buitres! ¡Parece una lluvia de culebrillas disparada al cielo! Parecían látigos las frases. Y las decía de modo que parecían puñales. No las pronunciaba, las clavaba. ¡Qué lenguaje! ¡Qué mezcla de dialecto bíblico y odio satánico! Hablaba con Jesús en la lengua de Luzbel.

Usaba giros religiosos para pronunciar anatemas enconados: "El espíritu diabólico de esta nación, de su gobierno y de sus periódicos, hacia mí, te justificarán, Señor, para maldecirlos." "Arthur (el presidente) es un cobarde y un ingrato." "Todos mis asesinos, desde el Ejecutivo hasta el verdugo, irán al infierno." "Caiga mi sangre sobre este gobierno y estos periódicos." "¡Adiós, hombres de la tierra!"

Ya a este punto, el cadalso estaba como levantado sobre los hombros de las gentes. Los rostros estaban tristes, ni espantados, ni airados sino ávidos: "Ahora -dice de nuevo la voz de Guiteau, una voz extraña, hiriente y sin eco- voy a leer unos versos que indican mis sentimientos al dejar este mundo. Puede ser que hagan buen efecto puestos en música. La idea es la de un niño que balbucea a su padre y a su madre. Los he escrito esta mañana -añadía como si hablase a la posteridad atenta- como a eso de las diez". Y comenzó entonces un espectáculo tristísimo.

Aquella trenodia era una mísera aglomeración de frases pueriles, sin medida ni concierto. Aquel desventurado, que había querido morir como los mártires del Cristianismo, moría arrastrándose como si la culpa, al fin despierta en su recio pecho, le estuviese clavando los dientes ponzoñosos en la garganta. Idiótico y salvaje parecía a la vez el cautivo. Coros de sollozos, que a borbotones entorpecían la rajada voz del triste, rompían al término de cada estrofa, a modo de estribillos o de épodos.

El reverendo le animaba con golpes en el hombro, como jinete a corcel que desfallece. El triste comenzaba a cantar la estrofa nueva, como si anduviese ya sobre sí mismo, y le pesasen sus propias palabras como cadenas. Por entre los sollozos más apagados, rompía el canto tardo y lastimero, como un quejido, como un alarido, como el clamor de quien pide merced, alzada ya en el aire el hacha matadora, abrazado a las rodillas de un verdugo implacable. Lloraba, lloraba a mares. Y se rehacía, y reanudaba el cántico.

El hermano miraba sereno. En torno al cadalso, de los tabacos encendidos subían columnas de humo. En las ventanas de las celdas vecinas, los cronistas de los diarios escribían apresuradamente sobre los pretiles. Por sobre los cristales de una abertura del techo, revoloteaba, acaso como una promesa, un gorrioncillo. Con una nota estridente, prolongada, súbita, acabó al fin el reo su cántico. Y con él, su cobardía. El llamaba a su canto el balbuceo de un niño en crianza, sí, en verdad, en crianza a los pechos de una terrible nodriza.

Luego vinieron cosas no narrables. El, sereno y seguro; ellos, dados apresuradamente a las brutalidades de la horca. Cae de las manos de Guiteau un papelillo; alza el alcalde el bastón de oro. "¡Listo! ¡Gloria! ¡Vamos" -dice con voz sonora el reo-. Se abre a sus pies la trampa, y a poco la rotonda estaba desierta, contento de su mano firme el ahorcador, y al lado de un féretro descubierto, el hermano, moviendo el aire con un abanico sobre un rostro lívido.

En juguetes andaba imitado el cadalso de Guiteau. En los fuegos artificiales de los primeros días de julio quemábase, ante veintena de millares de espectadores, la cabeza de Guiteau en tamaño monstruoso, y en el pueblo de Norwich, el día 6 de julio, reuniéronse los niños de la población con una horca y un ahorcado de juguete, para ahorcar a Guiteau.

 

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El tabaco

José Martí

("La América", Nueva York, junio de 1884)

 

    Anda ahora en la rueda de los diarios norteamericanos un artículo en que el general Chingman, de la Nueva Carolina, cuenta maravillas de las virtudes médicas de la hoja del tabaco. El artículo se publicó en un periódico que se llama "Salud y Hogar", y como no es el caso de un charlatán que quiere recomendar su panacea, sino de un hombre experimentado y agradecido que quiere popularizar un remedio simple, se han tomado en cuenta, por los médicos mismos, las declaraciones de Chingman.

    Lo primero que vio hace cincuenta años fue cómo un compañero curaba con jugo de tabaco los ojos inflamados de su caballo de labor. Y luego, en tierras donde se padece mucho de irritación en los párpados,  ha visto que se curaba la gente de ella, con extraña facilidad, con sólo dormir una sola noche, a veces, con los párpados cubiertos por una hoja de tabaco húmeda.

    Lo que importa más que esto, por lo peligroso del padecimiento del que trata, es la cura que el general cuenta que hizo en sí propio con la hoja, de una severa erisipela en la cabeza. Lo vio su médico, y se quedó asombrado: ningún médico, le dijo, hubiera podido curar a usted antes de tres semanas. Otra vez, dice que sufría mucho de un ataque de ciática: se puso hojas de tabaco húmedas sobre la cadera, y desapareció el dolor.

    Para los endurecimientos de los pies, dice el general, a quien se le endurecieron mucho en las batallas, que la hoja de tabaco convierte en suave llanura una cordillera de montañas.

    Se le abrió una vez el tobillo, como diría la gente llana, y curó la luxación con la hoja del tabaco, humedecida siempre.

    Pero el caso más notable de todos los que el general Chingman refiere es el de la cura, por la virtud de la hoja, de una herida de bala que recibió debajo de la rodilla, y le cortó músculo y nervios. "En aquellos días, dice, varios amigos míos habían muerto de la fiebre secundaria que seguía a sus heridas. Al poco tiempo empezó mi pierna izquierda a hincharse y a latirme, para calmar lo cual los cirujanos me dijeron que debía envolverla en paños húmedos. Se escandalizaron porque les dije que lo que me iba a poner era tabaco.  Envolví bien la herida en hojas de éste, que mantenía en humedad por los paños mojados que les puse encima. A las dos horas ya no me latía la pierna ni sentía el calor quemante que había sentido en ella hasta entonces, y pude descansar como desde hacía tiempo no descansaba. Siga, siga con el tabaco, me dijeron al día siguiente los médicos cuando me vinieron a ver. Y aunque tardé algunos meses en ponerme en pie, jamás sentí dolor ni fiebre a consecuencia de la inflamación de la herida. Estoy seguro de que si se aplicara siempre el tabaco a las heridas externas, ninguna de ellas se inflamaría nunca bastante para que causase malestar el herido."

 

 

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